jueves, 30 de junio de 2011
Sin título
Cuando me haces una pregunta
Tomo la oración y la mato, la torturo.
Así es... Aplico cortes, carnicereo las palabras. Y
con mis manos sucias, muy sucias, llenas de sangre, de intenciones, de víceras y adverbios,
envuelvo cada palabra en un papel café, introduzco el paquete en un sobre, la etiqueto, la meto en su respectiva carpeta, y ésta, en su respectivo cajón.
Y a veces... (y no pocas veces)
cuando yo quiero preguntarte algo, busco palabras que no existen, o que por lo menos no encuentro. Y me siento estúpido. Busco en todos los cajones, y luego comienzo a buscar detrás de ellos, por debajo y por los costados exteriores. Y siento un vacío intenso. Entonces elijo el cajón, la carpeta, el sobre, el paquete, la palabra que más se parece a la que busco (pero que es completamente distinta)...
y hago la pregunta.
Me frustro de la grotesca aproximación del universo continuo de las ideas... de esta asquerosa discretización imprecisa encarnada en la deficiencia de las palabras.
Y me siento tan tonto cuando pienso que para sentir hay que articular.
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